Ciudadanos: el cambio falaz

Josep Maria Antentas

2015-04-12 01 Antentas2Profesor de sociología de la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB)

“Nos convendría una especie de Podemos de la derecha, más orientado a la iniciativa privada” afirmaba el presidente del cuarto grupo bancario del estado español, el Banco Sabadell, Josep Oliu, el 25 de junio de 2014, un mes después de la fulgurante irrupción de Podemos en las elecciones europeas. Dicho y hecho. Aquí está. Justo a tiempo. A punto para evitar la catástrofe. A punto para o bien apuntalar al bipartidismo o bien garantizar que tras sus cenizas todo quede (más o menos) como ahora.

Ciudadanos es el recambio que necesita el sistema cuando sus instrumentos tradicionales de dominación y representación política ya no son útiles. Es la garantía para que el declive de PP y PSOE no cree un vacío político que pueda ser aprovechado en exclusiva por Podemos. La función del partido de Rivera es tanto facilitar la posibilidad de una inesperada muleta de última hora para el bipartidismo, como asegurar que en caso de desplome irreversible, el fin del “turnismo” del PP-PSOE no vaya acompañado de una ruptura política y hacer posible una transición ordenada hacia un posbipartidismo donde todo permanezca intacto. Una nueva transición “modélica”, nostálgica de la primera y de sus intrépidos y consensuales hombres de Estado, la que precisamente puso en pie lo que ahora se hunde, es lo que Rivera parece prometer. Una salida al túnel de la crisis por el “centro”. O sea, por la derecha.

El cambio tranquilo de Rivera es en realidad el cambio inexistente, el cambio sin contenido. El cambio cuyo sustancia real se evapora en el agujero negro de las promesas incumplidas. El suyo es el cambio que lo deja todo igual, que se nutre de la ilusión del cambio sin riesgo, de la falacia de un futuro favorable a la mayoría al que se llega sin molestar a los de arriba ni desfermar su ira. Encarna un regeneracionismo superficial, epidérmico, cuya única profundidad es la levedad de sus intenciones. Vende esperanza vacía de contenido, la justa para seducir a un electorado despolitizado, en cierta forma dispuesto a dejarse autoengañar (una vez más, pero esta vez no por los de siempre) en su voluntad de creerse un cambio dentro de los cauces habituales. Su fórmula es la clásica combinación entre promesas de renovación y moderación. De propuestas de transformación y regeneración pero dentro de unas normas que en realidad no dejan espacio para nada diferente, más allá de los ilusos sueños individualistas del electorado centrista de volverse a encontrar en un escenario económico y social más favorable a sus aspiraciones, y de darse a sí mismos y al sistema una segunda oportunidad. Su ascenso se hace sobre un trasfondo de despolitización tras décadas de devastación y desestructuración social, de avance del neoliberalismo y del consumismo, y de descomposición político-cultural de la izquierda en todas sus vertientes.

Ciudadanos promete una regeneración democrática desconectada de una modificación en la política económica, desvinculando de facto la crisis política y la económica y social. Aisla el descrédito del sistema de partidos del modelo económico y social, algo que convierte a su vez en hueca la propia promesa de regeneración democrática, reducida de facto a un mero recambio de élites. Ofrece un regeneracionismo tan peligroso para el PP y el PSOE como útil para una autoreforma del régimen en la que los cambios acometidos sirvan sólo para impedir otros mayores, acompañado de una política económica neoliberal convencional (salpicada de promesas sociales puntuales aisladas e irreales dentro de un esquema neoliberal), y una defensa a ultranza de la unidad de España por parte, además, de un partido de origen catalán. Todo ello envuelto de aires de telegénica renovación y modernidad. Un regeneracionismo trufado de españolismo duro y ortodoxia económica es la mejor noticia que el Ibex 35 podía recibir. La mejor desde que la pesadilla Podemos empezó a andar.

Rivera es un advenedizo en la política española. Pero no en la política en general. Su partido empezó su singladura en Catalunya en 2006, irrumpiendo en el Parlament con un 3% de votos y 3 diputados, que revalidaría en 2010 tras superar unos primeros años difíciles marcados por las disensiones internas y la falta de cohesión, y ampliaría hasta 9 en 2012 al obtener un 7’58% de los sufragios. En sus comienzos emergió como un partido que hacía del anticatalanismo su principal seña de indentidad, unido a una retórica regeneracionista contra los partidos tradicionales y un estilo renovador. Auspiciado por un puñado de intelectuales catalanes españolistas muchos de ellos próximos al PSOE y el PSC, evitó ser etiquetado en el eje izquierda-derecha tanto como pudo, creciendo en sus primeros compases en buena medida entre el electorado socialista catalán más españolista, aunque jaleado por los medios de comunicación más conservadores, que vieron en el nuevo partido un ariete contra el catalanismo y el independentismo en auge. Culminada hace tiempo su expansión entre el electorado socialista, su crecimiento electoral reciente en Catalunya se ha hecho a costa de los votantes de un PP desgastado por los recortes y la corrupción. Y es precisamente entre los electores de “centro” del PP en los que pretende basar su expansión electoral en su salto a la política española. Ciudadanos puede ser así al PP y a UPyD lo que Podemos ha sido al PSOE e IU.

A pesar de su aureola fundacional de centro-izquierda y de sus intentos de escapar a cualquier etiqueta ideológica, su trayectoria en el Parlament catalán ha tenido un perfil conservador, aunque evitando estridencias excepto en su anticatalanismo visceral, y cultivando un perfil “centrista” apto para todos los públicos. Varias de sus votaciones muestran el contenido real de su presunto proyecto regenerador: en 2014 votó en contra del establecimiento de un impuesto que gravara los depósitos bancarios y aumentara el de sucesiones, y se abstuvo ante la propuesta de crear una tasa sobre la emisión de gasos contaminantes, tal y como lo hizo en su día con la Ley de Horarios comerciales que restringia la propuesta ultraliberalizadora del gobierno español, o ante una moción que pedía la retirada del reaccionario proyecto de Ley sobre el aborto del Ministro Gallardón. Sin olvidar, claro, su infame propuesta en abril de 2013 favorable a la retirada de la tarjeta sanitaria a los immigrantes no regularizados, proposición que sin embargo no fue presentada personalmente por el propio Rivera en el Parlament, siempre dispuesto a cultivar una imagen de moderación y a los equilibrios. Expuestas de la mano de su nuevo asesor insignia Luis Garicano, economista de trayectoria neoliberal de la London School of Economics (LSE), sus recientes recetas económicas para salir de la crisis, entre ellas la propuesta estrella de contrato único, apuntan también a una clara visión pro-mercado y pro-empresarial. Pocas sorpresas en este terreno nos depara el cambio tranquilo de Rivera.

Vivimos un periodo de intensa volatilidad política, marcado por una identificación partidaria y un comportamiento electoral “líquido” (utilizando a conveniencia la manida expresión de Zygmunt Bauman), en el que las viejas lealtades electorales se disuelven pero las nuevas no están aun solidificadas. No sabemos si del bipartidismo actual iremos hacia un cuatripartidismo, ni el peso relativo que tendrán PP, PSOE, Podemos y Ciudadanos en el nuevo terreno de juego. Se abrirán, seguro, complicadas formas de gobernabilidad en la que todos los partidos en liza pueden quedar atrapados en una maraña de tramposas políticas de pactos y alianzas. Y, por ello, Ciudadanos experimentará a medio plazo una creciente tensión entre su razón de partido, que lo empujará en el corto plazo a no pactar con PP y PSOE (a no ser que sus dirigentes sean muy cortoplacistas y se conformen antes de tiempo con un pedazo subalterno del pastel institucional) y la razón de estado (y la “razón de Troika”) que puede empujarle a facilitar acuerdos de gobernabilidad tras las elecciones autonómicas del 24 de mayo y las venideras elecciones generales.

La crisis del bipartidismo es indudable y la situación política permanece insólitamente abierta, creando posibilidades reales de ruptura, pero cuya materialización dista mucho de estar asegurada. El riesgo a conjurar es un cuatripartidismo, que aún complejizando las formas de dominación y control político, no suponga la necesaria implosión descontrolada del actual sistema político que permita abrir una dinámica constituyente y, en cambio, de paso a una larga agonía político-institucional que pueda desembocar a la postre en una autorreforma por arriba, cabalgando encima de las debilidades de la autorganización popular por abajo.

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